Efectos del Museo de la memoria de Santiago de Chile, por Diego Milos
Después de una primera visita al Museo de la memoria y los derechos humanos, pregunté a unos amigos si conocían el museo y qué opinión tenían, lo que dio pie a una pequeña conversación sobre la dificultad intrínseca al esfuerzo de representar la realidad histórica. Una amiga, chilena, decía que era extraño ver « museificada » una realidad tan terrible como el golpe de estado y los años violentos de la dictadura. Un amigo brasilero, con un cierto tono de molestia, le respondió : « no le puedes pedir al museo que te transmita la experiencia pura y directa de la dictadura ». La conversación no llegó más allá, pero ya era bastante.
Existe un debate más o menos implícito a toda propuesta museográfica que tiene que ver con sus opciones : por un lado, facilitar la transmisión de información – la historia como relato de los hechos y procesos del pasado – relativa a esos objetos ; por otro, facilitar, mediante un fuerte impacto estético, la transmisión de una parte de la experiencia propia de los objetos que se exponen.
Probablemente la expresión de esta diferencia no haya encontrado mayor nitidez que en el caso del cierre del Museo del hombre de París y la apertura del Museo del quai Branly. El primero exponía sus objetos intentando mostrar (informar) al visitante el contexto cultural de la pieza. Si lo que se muestra es, por ejemplo, una máscara, había que indicar de dónde venía, cuáles eran sus usos y cuáles eran los significados de la máscara para los miembros de la cultura a la que pertenecía. El Museo del quai Branly, que reemplazó al Museo del hombre y administra hoy sus bodegas, apuesta no por el contexto cultural del objeto sino por el objeto mismo, al que considera como una obra de arte (« ¡obras maestras de arte… primario ! »). Los usos y significados africanos de una máscara africana importan menos que sus formas y su belleza, y en razón de ello se la expone aislada de contexto y desprovista de explicación, como si por sí sola pudiera expresar un significado que no viene ya de su cultura de origen sino de la experiencia directa que tiene de ella el espectador.
Recuerdo, a propósito, mi propia experiencia en una sala de este nuevo museo en la que estaban expuestas, sin orden temático, un conjunto de máscaras a ambos costados de un pasillo. Con una iluminación tenue y sobre fondo negro, el montaje producía el efecto de estar rodeado de rostros fantasmagóricos : una experiencia visual en la que las máscaras tras los vidrios se confundían con los reflejos de las máscaras de enfrente.
Independientemente de la voluntad deliberada del Museo de la memoria de Santiago de Chile, la experiencia de su visita se asemeja a la propuesta estética del Quai Branly, ya que, más que un conocimiento historiográfico, lo que uno se lleva al salir del recinto son sobre todo impresiones y afecciones.
¿De qué manera la memoria y la imaginación histórica del visitante son interpeladas ? Es difícil responder a ciencia cierta, pero intuitivamente es posible adelantar al menos dos cosas : primero, que el espacio y los mensajes creados por el museo implican una cierta experiencia temporal del registro histórico y de las memorias ; luego, que los enunciados escritos y sonoros, es decir los testimonios, a fuerza de insistir, terminan prescindiendo de su situación de enunciación y de ciertos rasgos « subjetivos » e históricos : el quién y el cuándo del discurso, produciendo lo que para mí es un efecto poético y dramático bastante singular, pues tiende a crear un espacio testimonial genérico, en el que los rasgos personales de los testigos quedan en un lugar secundario en favor de un relato genérico del dolor y la violencia y, a veces, del alivio y la sanación.
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Al centro de la sala principal del museo hay una cronología del día del golpe de Estado, de 6 de la mañana a 6 de la tarde, es decir desde que los barcos de la Armada se toman Valparaíso hasta la hora del toque de queda que marca el comienzo de las detenciones masivas e indiscriminadas en todo el país. Allí se puede ver un montaje de diez minutos elaborado sólo con registro audiovisual directo, como una sinopsis del día completo desplegada en la línea del tiempo.
Un acontecimiento histórico se caracteriza por su intensidad, y este simple montaje invita al visitante a sentir la alta intensidad histórica de unas cuantas horas. Cada momento y escena es un pequeño hito histórico, fugaz pero pesado. Un día, 11 de septiembre de 1973 – el acontecimiento que los chilenos llamamos « el once » – transcurren hechos, instantes, que van a marcar el futuro.
Un ejemplo es el discurso de Allende. Podemos verlo situado en su contexto cronológico, pronunciado a las 9h10 de la mañana : es un discurso corto, dos minutos perdidos en una línea del tiempo que tiene doce horas. En su correlato audiovisual, el discurso no es reproducido de forma integral. Dentro de la sinopsis del día tenemos una sinopsis del discurso. Y sin embargo es un momento central, un punto de inflexión dramática, son los últimos latidos del corazón de La Moneda, tras los cuales comienza el periodo histórico al cual se aboca toda la propuesta museográfica : la dictadura.
Tal vez para descomprimir la apretada cronología, en la misma sala principal hay televisores que transmiten documentos audiovisuales, a los que el visitante se puede conectar a través de audífonos. Uno de ellos, para mi alivio, reproduce la versión completa del discurso de Allende – que debe ser uno de los testimonios y actos políticos y poéticos más impactantes del siglo XX – acompañada de una secuencia de fotografías de él con su casco y su metralleta en La Moneda en ruinas.
Otro testimonio es el del periodista Jaime Vargas, quien relata en el momento mismo de los hechos, desde la llegada de los militares a la Moneda, y los comienzos de la célebre batalla entre los funcionarios del palacio y los militares, retratados cámara al hombro por otro reportero. El camarógrafo y el relator se encuentran junto a otros periodistas en un edificio cercano a la Moneda. Tienen desde allí una vista privilegiada sobre hechos cuyas dimensiones histórica y periodística, para el espectador, se confunden. Sobreviene un episodio extraño en el que da la sensación de que al camarógrafo recibe una bala. La cámara cae y se hace silencio. El plano se detiene por un momento preocupante – y es difícil no recordar al camarógrafo, si mal no recuerdo, de nacionalidad argentina que filmó a un militar al momento de dispararle, causando su muerte – pero vuelve a recobrar movimiento.
El discurso de Salvador Allende, y aún más el video relatado por Vargas, nos permiten acceder a una dimensión temporal del acontecimiento in situ, desde la llegada de los militares hasta el bombardeo. Si bien está editado, se puede sentir el paso del pasado : entre balazo y balazo transcurren momentos de silencio y temor, adrenalina en sepia. El espectador, con un poco de concentración, puede sentir el tiempo y, si no oír, al menos imaginar las respiraciones del locutor y del camarógrafo.
¿Será ese el objetivo de la memoria histórica ? ¿Será ese el objetivo de un museo de la memoria y los derechos humanos : un espacio para valorar, en su dimensión más real, al tiempo ? ¿Será esa la parte de experiencia histórica que el monumento o el dispositivo museográfico debe transmitir ?
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En el centro de la sala principal hay un montaje de fotos distribuidas en una pared gigantesca, de unos 20 metros de alto y 40 de ancho. A unos cinco metros del suelo, hay cientos de fotos de detenidos desaparecidos, como una nube cargada de muertos, suspendida sobre las cabezas de los visitantes.
La arquitectura de varios pisos, todos abiertos al gran espacio central del museo, permite observar la nube desde distintas distancias, perspectivas y alturas. El espectador puede así sobrevolar la nube y acercarse a ella para percibir mejor los rostros que la componen. Para identificar a estos individuos, en el segundo piso, frente a la nube y a mediana distancia, está instalada una pantalla interactiva en la que uno puede pinchar la foto del detenido y saber su nombre.
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En la sala central hay un sector dedicado a la tortura y la prisión política. Es un espacio tan sólo separado por una tela negra, sobre la cual están escritos los nombres de las víctimas estos crímenes de Estado.
Me dirijo a uno de esos cubículos separados por paneles de tela y me instalo frente a una pantalla que transmite por sus parlantes varios testimonios del Estadio Nacional de Santiago, recinto de tortura y detención masiva en los días posteriores al golpe. La intimidad con el relato y la imagen me envuelve y demoro en percatarme de que hay otra persona en el cubículo. Nos miramos. Enciendo la grabadora y vuelvo al atender el testimonio, con cierto esfuerzo de concentración, ya que en el cubículo de al lado suenan – a un volumen mucho mayor – otros testimonios de torturados, produciendo una extraña interferencia, un extraño diálogo, formalmente incoherente pero aun así compatible en el discurso, como una nube sonora de palabras flotantes.
Copio una breve secuencia buscando transmitir por escrito el efecto auditivo. Con la transcripción se pierde el ritmo propio del testimonio sonoro, pero permanece, creo yo, la potencia poética y dramática de los hechos que se dicen. Se pierde también la identidad del testigo, y los testimonios quedan sueltos y libres para articularse unos con otros, como si pertenecieran todos un mismo relato.
« Vimos a esa mole de hombre que tenía un metro 90, y una corpulencia impresionante y un estado físico como el de un muchacho atleta de 21 años, y que no moría jamás. Sus estertores iban siendo cada vez más profundos y más roncos, y cada vez que esas cadenas se topaban con la carne, con su espalda, con su cabeza, con sus nalgas, con sus piernas, cada vez sonaban menos las cadenas, porque se iba ampliando esa masa.
« Todo me quería salir del cuerpo, sentía que el cerebro era más grande que la cabeza, los ojos más grandes que las órbitas, la lengua más grande que la boca. Sentía agujas por todo el cuerpo, y después en la noche no podía dormir por el dolor de los huesos.
« Yo creo que el dolor, incluso, se olvida. Por lo menos se puede borrar la sensación al recordar. Pero la sensación de vejación todavía me impacta al recordar.
« Mientras uno esperaba, por horas, por días enteros, para ser interrogado, uno podía escuchar los golpes, los quejidos de la gente, los gritos de dolor, una sinfonía de gritos. Uno se olvida de estas cosas pero de repente los gritos aparecen.
« En alguna parte cercana a la avenida Pedro de Valdivia habían instalado un altavoz que diariamente transmitía música de los Beatles y de los Rolling Stones, a todo volumen, pero bastante lejos, para que los transeúntes y los escolares de un colegio próximo no oyeran los gritos de quienes estaban siendo interrogados.
« A ver, ¿por qué estás aquí ? / Porque me trajeron los carabineros / Pero, ¿por qué te trajeron los carabineros ? / Bueno, porque estaba en el centro y compré unos libros marxistas, y me trajeron. O sea ellos tampoco sabían por qué uno estaba acá. El interrogatorio era para averiguar por qué te habían traído.
« Escuché lo que conversaban : a éste le vamos a hacer un repaso suave, porque a las 5h20 mi mujer me va a estar esperando en la puerta del cine Rex, porque vamos a ir ver El Padrino.
« Siempre he querido saber cómo esa persona es capaz de pararse de aquí después de haber dejado a otra persona convertida en un guiñapo, lavarse las manos, irse para su casa [llora] y abrazar a sus hijos.
« Yo vi a Alfonso. Alfonso me vio a mí. Yo fui un instrumento más de tortura en ese espacio.
« Cuando salí de eso, salí bien, no salí derrotado, no salí aplastado ».
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La cantidad de testimonios de tortura es tan abrumadora que de pronto uno olvida que está ante algo que durante mucho tiempo fue un secreto, una experiencia que a lo más circulaba como rumor. Sin embargo, el ambiente velado y oscuro y penetrado por todos lados por sonidos exteriores relacionados con la prisión clandestina conservan el aspecto de intimidad de las vivencias.
Al referirme antes a una experiencia museográfica, y más específicamente de experiencia estética, quería decir que la muestra involucra la capacidad sensorial del espectador, jugando con las coordenadas espacio-temporales y apelando a su imaginación mediante la exposición de la memoria de los otros, testigos o víctimas, y de sus testimonios.
El ejemplo más simple del mensaje efectista (sin connotación peyorativa), es decir que privilegia el efecto de las experiencias de violaciones de derechos humanos por sobre su explicación histórica, es el primero de los montajes expuestos, al inicio la visita al museo : una placa que explica lo que son las Comisiones de verdad, cómo trabajan, cuál es su función, por qué fueron creadas y en qué países existen. En la pared, hay una composición de conjunto, con una imagen del mundo y sus continentes, que muestra que, de algún modo, en todos los sitios se han cometido atrocidades. Del mismo modo que los elementos de la nube de detenidos desaparecidos del piso central, cada una de esas fotos representa imágenes de violencia, sin texto que explique qué es lo que retrata. Podemos ver cicatrices, mutilados, fotos de desaparecidos, casas destruidas, fuego y cenizas, niños llorando, cementerios, familiares de víctimas, víctimas, calaveras y huesos, pero ignoramos exactamente de dónde provienen y cuáles son los acontecimientos que arrasaron con esas vidas.
Otro ejemplo de esto es la distribución de nombres sin rostro en las telas negras que separan los espacios íntimos dedicados a la tortura, o la distribución de retratos sin nombre, todo lo cual se diferencia de otras propuestas monumentales de la memoria, que buscan ante todo reparar mediante el acto de restitución de los nombres a los cuerpos, cambiando así el estatuto de « detenido desaparecido » por el de « asesinado por los aparatos represivos del Estado ».
Y puede ser también el sentido de otro montaje audiovisual, ya no testimonial sino netamente artístico —una instalación— de Enrique Ramírez, que se encuentra en el tercer piso. Su título representa muy bien la sensibilidad poética de los enunciados : « Los durmientes », haciendo alusión al acto de dormir, y por lo tanto a la posibilidad de despertar, o reaparecer, y también a los rieles con los que hundieron a las víctimas en la profundidad anónima del mar. Esta ambivalencia es subrayada por el subtítulo de la obra : « el mar es el verdadero cementerio de Chile ».
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El aspecto más formal u oficial del dilema de la identificación y restitución – y al cual el visitante es discretamente inducido – está presente en el museo al comienzo de la muestra, con la explicación de los memoriales. Una pancarta reza que estos sitios de memoria surgen « del empeño colectivo por dar visibilidad a lo que permanece oculto ». En cementerios, recintos de detención, lugares de hallazgo de víctimas o de asesinatos, se instalan monumentos para detonar la memoria de los presentes : monolitos, placas de mármol, cobre o madera, o esculturas, como por ejemplo el Memorial de Santa Bárbara, una escultura dedicada a los detenidos desaparecidos y ejecutados políticos, en su mayoría obreros y campesinos de Santa Barbara y Quilaco, en el sur de Chile. El puente que unía a las dos comunas fue el lugar de ejecución, y desde allí fueron lanzados los cuerpos a las aguas del río.
En las placas de estos lugares de memoria, muchas veces está escrito el nombre de las víctimas o una marca NN en el lugar de éste. Pero no aparecen los hombres de los autores de las esculturas. El « Homenaje a los médicos mártires », por ejemplo, es un monolito y una pequeña escultura que recuerda a los profesionales de la salud asesinados durante los tres primeros años de la dictadura. La nómina está encabezada por el nombre de Salvador Allende. Tampoco aparecen los nombres de los victimarios.
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Curiosa forma de hacer justicia, la de devolver los nombres a los muertos. No se trata de una justicia en un sentido judicial, entendida como el juicio y castigo de delitos. Son otros dos los aspectos observables : uno político, en el sentido de promover las bases de un proyecto de sociedad democrática que asegure, mediante el recuerdo de las atrocidades pasadas, que tales atrocidades no vuelvan a repetirse ; y otro simbólico, de desagraviar la afrenta personal y restablecer la dignidad de las víctimas. Es esta la operación que se realiza a través del nombre propio como visibilización de lo invisible.
Cabe entonces preguntarse por las razones oficiales de la conservación de los objetos y la reproducción de los testimonios. Vemos bien, en este sentido, que el significado de la palabra « patrimonio », y el de los mismos monumentos, dejó de ser unívoco. El rescate de los ciertos objetos históricos (edificios, reliquias, expresiones artísticas) ya no se rige solamente por criterios del aporte a la « civilización » desde el punto de vista de la cultura europea (lo que explica además el uso de fórmulas como « obras maestras »). Esta tendencia museográfica o monumentalista busca poner en valor los aspectos materiales e inmateriales que atestiguan, ya no las grandes obras de la humanidad, sino por el contrario las violaciones a los derechos humanos y la grandeza humana de resistir a ellas, como dice la declaratoria patrimonial de Auschwitz.
A diferencia del monumento « clásico », que intenta conservar en contra del paso natural del tiempo, los memoriales buscan conservar en contra de la voluntad deliberada de ocultamiento o desaparición. Se trata de un trabajo de conservación de una memoria que se encuentra (o se encontraba) en peligro de desaparición, y por ello el patrimonio tiene la urgencia de ser reconocido lo antes posible, como fue el caso, en Chile, de las fosas y los recintos de tortura que estaban en riesgo de demolición. Tal vez por eso la insistencia de estos lugares en mostrar el pasado, e intentar devolver no solo la visibilidad sino también el tiempo.
Esta es una diferencia que permanece desde el comienzo mismo de la búsqueda de los desaparecidos. En ese sentido, la lógica de patrimonialización es una extensión de la lógica de la investigación judicial y del drama humano del entorno más o menos íntimo de las víctimas. Ese aspecto testimonial de la investigación judicial que, me parece, sirve como base museográfica para la elaboración del mensaje del monumento, puede notarse también en la fina descripción de las vejaciones (los « métodos » de tortura), llegando a veces a un alto grado de obscena exactitud técnica. Como sea, se trata de una medida de exteriorización, de hacer públicos los secretos, de volver presente mediante el recuerdo lo que no estuvo presente en el momento mismo : el horror cotidiano e invisible.
Como una variante de Funes el Memorioso, el personaje de Borges que no podía olvidar, las políticas de la memoria se proponen recordar además el acto de olvido. No se trata ya de recordar lo olvidado sino también de recordar que se trata de un olvido artificial, intencional y forzado, y de devolver esa identidad que alguna vez fue despojada mediante actos de ocultamiento deliberado : demolición, censura, aislamiento, simulación. Acciones que conocemos hoy demasiado bien porque no las supimos antes, en su debido momento, en el momento oportuno.